Bueno... la tormenta pasó. Se anunció con la fuerza de un tifón, pero llegó con la dura sutileza de una lluvia de verano, aumentando el caudal de los ríos hasta desbordarlo. Al final, fue como las amputaciones de la era pre-anestésica: rápido y con un mínimo de dolor. Es cuando empiezas a ver toda la desolación del retroceso de las aguas que te das cuenta de que la tormenta, con toda su sutileza, se llevó un buen trozo de tu vida. En mi caso, dos años y ocho meses.
Obviamente, ya a estas alturas saben a qué me refiero. Se ha terminado la más larga y memorable de todas las relaciones que he tenido. Durante un poco más de 32 mágicos meses, viví un sueño cuya característica más hermosa es que siempre fue real. Fueron 742 días de los cuales --aun con una negra semana-- no cambiaría ni un segundo. Lo malo de los sueños es que llega un momento en que hay que despertar. Gracias a Dios, lo que me despertó a mí no fue un inclemente balde de agua fría, sino una suave sacudida.
¿Les sorprende que esté tan tranquilo? Créanme, el primer sorprendido soy yo. A estas alturas, cuando yo me imaginaba este oscuro momento, me veía tirado en el suelo revolcándome de agonía y dolor. No se rían, yo soy así. (Bueno, OK, ríanse un poquito.) Pero es que les pregunto: ¿no es acaso cierto que guerra avisada no mata a soldado? Todas las señales estaban allí. Y al día siguiente, cuando desperté y supe que eso era lo que me tenía de tan mal humor todos los días, una velada certidumbre que todo iba a terminar, me llevé una sorpresa mayúscula cuando vi que... estaba de acuerdo con ella.
Las mayores quejas que yo oigo de las relaciones es que "me acostumbré"... "ya no sé si l@ quiero"... "la rutina me está matando...", y rezaba al Cielo que eso nunca me pasara a mí. Pues aprendí por la mala que eso a veces no lo decide uno mismo. A menos que tengas todos los recursos para hacer de tu vida en pareja, a veces una loca montaña rusa, a veces un tranquilo paseo en el carrusel, la rutina llegará a cubrirlos con su manto gris. Y el estar enamorado no garantiza que puedas rasgar ese manto. Y con eso, les digo: estoy tranquilo. No estoy 100% feliz, y sí, me he levantado extrañándola varios días. Pero estoy tranquilo, porque sé que hizo lo correcto. Y uno nunca sabe qué hay a la vuelta del próximo recoveco de la vida.
Obviamente, ya a estas alturas saben a qué me refiero. Se ha terminado la más larga y memorable de todas las relaciones que he tenido. Durante un poco más de 32 mágicos meses, viví un sueño cuya característica más hermosa es que siempre fue real. Fueron 742 días de los cuales --aun con una negra semana-- no cambiaría ni un segundo. Lo malo de los sueños es que llega un momento en que hay que despertar. Gracias a Dios, lo que me despertó a mí no fue un inclemente balde de agua fría, sino una suave sacudida.
¿Les sorprende que esté tan tranquilo? Créanme, el primer sorprendido soy yo. A estas alturas, cuando yo me imaginaba este oscuro momento, me veía tirado en el suelo revolcándome de agonía y dolor. No se rían, yo soy así. (Bueno, OK, ríanse un poquito.) Pero es que les pregunto: ¿no es acaso cierto que guerra avisada no mata a soldado? Todas las señales estaban allí. Y al día siguiente, cuando desperté y supe que eso era lo que me tenía de tan mal humor todos los días, una velada certidumbre que todo iba a terminar, me llevé una sorpresa mayúscula cuando vi que... estaba de acuerdo con ella.
Las mayores quejas que yo oigo de las relaciones es que "me acostumbré"... "ya no sé si l@ quiero"... "la rutina me está matando...", y rezaba al Cielo que eso nunca me pasara a mí. Pues aprendí por la mala que eso a veces no lo decide uno mismo. A menos que tengas todos los recursos para hacer de tu vida en pareja, a veces una loca montaña rusa, a veces un tranquilo paseo en el carrusel, la rutina llegará a cubrirlos con su manto gris. Y el estar enamorado no garantiza que puedas rasgar ese manto. Y con eso, les digo: estoy tranquilo. No estoy 100% feliz, y sí, me he levantado extrañándola varios días. Pero estoy tranquilo, porque sé que hizo lo correcto. Y uno nunca sabe qué hay a la vuelta del próximo recoveco de la vida.
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