#GraciasGabo

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“Años después, frente a la pantalla del computador, Juan Carlo Rodríguez recordaría la primera vez que vio las palabras del Gabo hablarle, y lo poco que las comprendió entonces…”

Sabrán perdonar mi pequeña blasfemia. Pero como tantos otros latinoamericanos –en especial, periodistas latinoamericanos—Gabriel García Márquez es, y estoy seguro seguirá siendo, la fuente de la que bebemos a la hora de expresar nuestros pensamientos. Gracias a él, todos vivimos en Macondo, todos sonreímos al ver una mariposa amarilla, todos soñamos un poco más. Ahora que murió, a los 87 años de edad, como leí en Twitter, todos sentimos que perdimos un tío.

El Gabo para mí fue un gusto que no adquirí sino mucho después, cuando la madurez finalmente decidió tocar a mi puerta luego de años dejándome ser niño pasada la edad mínima requerida para serlo. Mi primer encuentro con él fue El Coronel No Tiene Quien Le Escriba, la aún cierta historia de un viejo militar que espera infructuosamente por su pensión (una historia que le tocó de cerca al propio escritor). Fue de las tantas lecturas requeridas en bachillerato, y como tanto chamo ignorante, no la entendí. Sólo me resultó puerilmente cómico el uso de la famosa última frase; de resto, la frase “¿Y este ganó un Nobel?” surgía más de una vez en mi cabeza.

Un año después, me tocó con Crónica de Una Muerte Anunciada. Fue el primer libro con el que me dormí leyendo, y no porque el sueño me venciera; me aburrió mortalmente. No podía esperar que a Santiago Nasar le terminaran descuartizando y raspar la asignación (que insólitamente no sucedió). Así que el nombre de García Márquez se mantuvo lejos de mi cabeza durante mis años formadores, años en los que mi cerebro quería rebelarse a mi corazón y me decía que debía dedicarme a la ciencia, que mi amor por los animales debía canalizarse a la veterinaria.

Pasando las páginas a otra parte de mi vida. El corazón había ganado la batalla en ese entonces, y ya sabía que la ciencia era más un “hobby” que una carrera, que lo mío era escribir (primero publicidad, luego periodismo). Hoy me encuentro frente a la biblioteca de mi madre, herencia de mi abuelo el poeta, el escritor, el ensayista. Docenas de títulos se reían conmigo, como puertas diciendo “bienvenido”, “pase”, “adelante”. Hasta que vi un libro blanco, con octógonos azules rodeando un título. Y ahí estaba el nombre que había evadido tanto atrás, con letras que retumbaban en las páginas de los periódicos que ahora consumía con sagacidad y café: Cien Años de Soledad. Lo abrí, y las palabras que casi todo latino conoce de corazón, al menos de referencia, me adentraron al mundo de los Buendía, con el sabio Melquíades, con la férrea Úrsula, la bella Remedios. En dos días afiebrados, mi manera de pedir perdón por mis transgresiones anteriores, Gabo y yo nos reconciliamos, para más nunca mirar atrás.

Cuando finalmente me asenté en la cama que es el periodismo, Gabo siguió siendo referencia en todo momento. Finalmente Crónica ocupó el lugar de reverencia que debió ocupar todo el tiempo en mi biblioteca. El coronel y yo nos tratamos con respeto al fin, aunque, pobre, tampoco de mí recibió el respeto que tanto esperaba recibir. Descubrí el amor de Florentino Ariza y Fermina Daza como el sueño de amor perfecto que aún me elude, y aún lo veo como el gran demonio que deseo me posea. No he asistido aún a los funerales de Mamá Grande, ni he escuchado el relato del náufrago, ni me he perdido en el laberinto del general o pasado por el otoño del patriarca. Pero eso es algo que me alegra, aún ahora que lo hemos perdido: aún me queda tanto por descubrir de él, que, como dijo Isabel Allende, otra grande nuestras letras que tengo aún más cercana que él (historia que ya contaré), para no llorarlo, lo seguiré leyendo.

Ante todo, Gabo se mantuvo periodista. “El mejor oficio del mundo”, lo llamó. Y como periodista, fue incómodo al poder, con dos excepciones. La entrevista que terminó siendo El Relato de un Náufrago enfureció al dictador colombiano Pinilla, al descubrirse la verdadera razón del naufragio de ese barco. El Otoño de Un Patriarca sigue siendo la mejor y más precisa descripción de la caída de un dictador. Sí, su amistad con Fidel Castro bien puede ser considerada su mayor “raya” –es especialmente elocuente el poeta Reinaldo Arenas en sus acusaciones—pero era igualmente amigo de Bill Clinton. Fue MUY amigo de Teodoro Petkoff, al punto que ayudó a financiar al partido MAS. En uno de los Doce Cuentos Peregrinos, el último libro suyo que he comprado (jamás el último que compraré), aparece retratada su amistad con el fundador del diario El Nacional y colega escritor, Miguel Otero Silva. Su crónica sobre la caída de Marcos Pérez Jiménez –recogida en Cuando Era Feliz E Indocumentado—se mantiene como una de las más humanas y fieles historias de ese día. (de hecho, Venezuela jugó una buena parte en la formación de Gabo; Juan Carlos Zapata hace una excelente narración de esos hechos en Gabo Nació En Caracas, No En Aracataca). Ciertamente tuvo una particular visión sobre Hugo Chávez.

Gabo cerró sus novelas con Memorias de Mis Putas Tristes, el primero que compré en lo que salió. Como tantos otros, no me agarró de tal manera como los demás, y hasta cierto punto es una lástima que así es como se cerró su bibliografía. Pero Gabo seguía ahí: profunda e inigualablemente latino.

Por tus letras, por tus imágenes, por el orgullo que nos haces sentir al llamarte nuestro, por mostrar esta locura de tierra tal cual como es, con sus buenas y sus malas: gracias Gabo.

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